sábado, 23 de abril de 2011

Día del libro: La peste de Albert Camus

Hoy se celebra el día del Libro y como no puedo regalaros un libro, os dejo un fragmento de una de mis novelas favoritas, que marcó mucho mi existencia, La peste de Albert Camus. Os recomiendo su lectura si no lo habéis hecho y deseo que os regalen muchos libros y rosas.


Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión, la prefectura respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de salir.

Entonces algunas familias, por lo demás escasas, tomaron la situación a la ligera y poniendo por encima de toda prudencia el deseo de volver a ver a sus parientes invitaron a éstos a aprovechar la ocasión. Pero pronto los que eran prisioneros de la peste comprendieron el peligro en que ponían a los suyos y se resignaron a sufrir la separación. En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, el de dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacia muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una ciudad próxima. No era una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable era que esos esposos, no tuvieran una gran seguridad de estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.

Ésta fue una excepción. En la mayoría de los casos, la separación, era evidente, no debía terminar más que con la epidemia. Y para todos nosotros, el sentimiento que llenaba nuestra vida y que tan bien creíamos conocer (los oraneses, ya lo hemos dicho, tienen pasiones muy simples) iba tomando una fisionomía nueva. Maridos y amantes que tenían una confianza plena en sus compañeros sufrían de celos. Hombres que se creían frívolos en el amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupa ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante.

En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habían encontrado una solución en una vida exterior y más activa. Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.

Así pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro, aquella emoción precisa: el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria.


1 comentario:

Fran dijo...

Muchas gracias por el regalo. Y por el recibido por e-mail.
Cógeme el teléfono que tengo que comentarte algo.