lunes, 22 de febrero de 2010

Intento de catarsis (y van dos)

Hoy el día parece estar como yo: revuelto. Lo mismo llueve, que brilla un precioso sol invernal como que sopla un viento helador. O todo a la vez. Pero a mí, me gustan los días así. Lo que no me gusta tanto es esa inestabilidad en mí. Cuando estoy así, lo mejor que puedo hacer es estar sola, aislarme de los que quiero para no hacer alguna imbecilidad de las mías.

Esta mediodía no fui a comer a casa. Empleé como excusa el que tenía que ver si me habían traído uno de los libros de la UNED, cuando en realidad, lo que no quería era pagar mi mal humor con quién no lo merece, dejándome llevar por la soberbia y la estulticia (mala combinación) para decir palabras de las que luego me iba a arrepentir. Así que lo mejor: estar sola (cuando por otra parte, me muero porque me den mimos).
Y para eso, en esta ciudad, no hay nada mejor que difuminarse en la multitud, convertirse en una cara anónima más en la que nadie se fija al cruzarse. Algo para lo que un día como hoy, es especialmente propicio, pues todos aceleran el paso para no mojarse.

De mal café, me he montado en el autobús. He tratado de disfrutar del sol invernal que me daba en la cara y de no pensar (siguiendo un consejo que me dieron) pero era imposible. El rum rum era cada vez mayor, como las tentaciones de coger el móvil para dejar salir una suerte de rabia animal y mandar a tomar por saco a un par de personas, de un modo totalmente injusto y cobarde. Es que es más fácil cargar contra otros que contra una misma...

Sin darme cuenta, solazándome en mi propia bilis y con cara de pocos amigos, he llegado a Jacinto Benavente. Al bajar del autobus, el sol había desaparecido, reemplazado por un aguacero.

Hoy una persona me dijo que soy como el animal que representa a mi horóscopo, un cangrejo. Y aunque en muchas de las cosas que dijo no estoy de acuerdo, hay en algo en lo que si me parezco a ese animal: no sé vivir sin agua. Me revitaliza. Cuando estoy cansada, no es el café o la cafeína lo que me despejan, sino mojarme la cara con agua fría. Cuando estoy muy estresada, un baño o ducha templada me relajan. Y si me acerco al mar, como me dice una conocida, se me hace el culo pepsi-cola. Hoy ha sido un aguacero.

He comenzado a caminar calle Carretas abajo. Al principio, como el resto de mis conciudadanos, con prisa y buscando refugio frente al agua. Pero no llevaba ni diez metros caminados, cuando he ido ralentizando mi paso, dejando que las gotas me mojaran la cabeza y la gabardina, hasta calarme por completo. Así, como cuando riegas a una planta y ves que se despierta, he ido levantando la cabeza buscando las gotas que caían incesantes, que éstas corrieran por mis mejillas limpiando mi cara de alguna lágrima fugitiva y dejando que se empaparan las gafas hasta casi impedirme la visión. El gesto adusto y de pocos amigos que tenía en el autobus ha ido convirtiéndose en una sonrisa. Sólo, porque, en ese momento, me estaba olvidando de pensar y sólo me dedicaba a sentir el placer de las gotas de lluvia sobre mi cara.

Caminando tranquilamente, sin importarme estar empapada hasta los huesos, he llegado a Sol primero y a la Gran Vía después. Supongo que algún otro viandante me miraría pasear tranquilamente (cuando todos corrían) y pensaría que estoy como un cencerro.

Puede parecer lo contrario, pero realmente soy una persona muy tímida a la que le gusta pasar desapercibida y que no se lanza a hacer ciertas cosas por un exacerbado sentido del rídiculo, que procura vencer (pero que no logra hacerlo la mayoría de las veces).

Estaba zascandileando en busca de un libro y me he acercado a una mesa en la que ponía "Fantasía. Ciencia-ficción". Al dar la vuelta, en vez de encontrarme libros sobre mundos fantásticos, robots y similares, me he encontrado con esas novelas de romances imposibles y hombres y mujeres de esos que no existen. He vuelto a mirar el rótulo por si había leído mal, pero no. "Fantasía. Ciencia-ficción".
He vuelto a mirar las novelas románticas y he comenzado a sonreír. Con una de ellas en la mano, se me ha escapado una risa floja, bajita. La timidez quiso hacer acto de presencia, pero ya era tarde. Esa risa que nace en la boca del estómago subía sin ninguna clase de control, como si estuviera dándome un ataque. Y claro que estaba dándome. De risa.
He comenzado a reírme a carcajadas, sintiendo como se agitaba todo el cuerpo. Tanto es así, que he acabado sentada en una pequeña escalera, roja (en parte por la vergüenza por el espectáculo que estaba dando, en parte por la congestión al no respirar por las carcajadas) con lágrimas rodando por mis mejillas, sin parar de reír.

Al salir, sonriendo, no parecía haber ni rastro de la rabia de momentos antes. Sólo una sensación de lasitud que he sentido en otras ocasiones. Sensación de la que estoy cansada, pero que no sé como no volver a sentir.
Sé que las palabras que me han dedicado hoy (palabras que ya he oído en otras ocasiones y en otras bocas, incluso en la mía) están cargadas de razón. Por eso me han dolido (por eso, y por venir de las personas de las que vienen)

¿Pero de qué me sirve ese conocimiento cuándo no soy capaz de transformar esa teoría en práctica? Y lo peor es que no tengo la más mínima idea de cómo puñetas hacerlo. Y estallo de pura frustración, sintiendo que me fallo a mí misma y a otros a los que quiero (que acaban mandándome a hacer gárgaras, cosa que no me sorprende).

Es frustrante. No sé cuando me convertí en alguien que vive con tanto miedo.

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Algunos de los párrafos, parece que los hubiera escrito yo, a mi me ha pasado lo mismo. Definitivamente andar con uno mismo ayuda.

Saludos desde México.