lunes, 7 de diciembre de 2009

Misa

Hoy hace veinte años que falleció mi abuelo Manuel. Mi abuela tenía costumbre de dar una misa por él en la iglesia del barrio y mi madre y mi tía, han decidido seguir con esa práctica.

Ignoro el motivo, pero la misa ha sido en la capilla anexa. Es pequeña y acogedora, de paredes color crema, salvo la que está detrás del altar, que es de color azul cielo. Junto al altar, había dos floreros llenos de rosas silvestres, que daban a la capilla un olor especial y agradable. Al llegar la capilla estaba prácticamente llena de feligreses. Más concretamente, de feligresas, pues salvo el sacerdote, lo demás éramos todo mujeres.

Me siento en el último banco, contemplando el panorama. Hay rostros familiares, de vecinas y amigas de mi abuela, que saludan a mi tía y a mi madre. Supongo que como no nos parecemos en nada, no me relacionan con ellas. Casi mejor así, porque no tengo muchas ganas de socializar.

Las feligresas comienzan a cantar y veo aparecer al sacerdote. No es el párroco de la iglesia, el que celebró el funeral de mi abuela, sino un hombre mayor. Su rostro tiene una expresión afable, de bondad, sensación que aumenta al ver la sonrisa franca que ilumina su rostro. Se dirige al altar y enciende un micrófono. La verdad es que me intriga, pues con el tamaño de la capilla, a viva voz se escucharía perfectamente. Cuando comienza a oficiar, entiendo el porqué del micrófono. En algún momento de su existencia, le sometieron a una laringectomía.

Al poco de comenzar la misa, más pausada debido al esfuerzo que le supone al sacerdote hablar, entra una feligresa con una niña pequeña. Supongo que es una abuela haciéndose cargo de la nieta mientras los padres trabajan.
Se sientan una fila por delante mía y eso me permite observarla tranquilamente.
Tendrá poco más de tres años y el flequillo rubio le cae sobre los ojos, que miran curiosos de un lado a otro. Cuando su mirada se cruza con la mía, nos sonreímos.
La misa continúa. Mi atención se ecuentra dividida entre el oficiante, que pulsa alguna tecla en mi interior que me hace sentir relajada y la niña, que comienza a impacientarse.

Se levanta, se sienta, mira a su abuela que reza fervorosamente y como ésta le ignora, me mira a mí, que la he sonreído al llegar.
Me hace una mueca. Como no me parece el sitio apropiado para devolverle una mueca, le devuelvo una sonrisa y con la cabeza le señalo el altar y al oficiante. Cuando las mujeres cantan, la oigo cantar...una canción infantil. Y mi sonrisa aumenta.
Llega el momento de darnos la paz. Supongo que la niña no se espera, pues ni su abuela lo ha hecho, que yo me acerque a ella, con una sonrisa y la mano extendida. Al principio, me mira con recelo, pero finalmente, me da la mano. ¡Es tan pequeñita y está algo fría!. Al momento, su abuela se da cuenta y también le da la paz.
Cuando su abuela se levanta para ir a comulgar, la niña quiere seguirla, intrigada, pero ante la prohibición de su abuela, se sienta en el banco. Y comienza a jugar con la estampa, moviéndola de un lado a otro, como si el santo se pasease por encima del banco.
La señora que se sienta a su lado le lanza una mirada reprobadora. Mirada reprobadora que le devuelvo a la señora. ¡Leñe, que sólo es una niña!.

Al finalizar la ceremonia, mi tía y mi madre van a hablar con el sacerdote, mientras yo salgo a la calle. La niña, al salir, se despide de mí con una sonrisa.

La verdad es que la melancolía con la que me he levantado se ha evaporado gracias a esa niña y al oficio tan bonito e intimista.

2 comentarios:

Turulato dijo...

No he comentado el artículo anterior, que como ciertas cosas en la vida merece el respeto del silencio. Y no iba a comentar este, pero..

¡Qué bonita es la misa cuando bien se entiende!

Fran dijo...

¡Qué puente más prolífico has tenido! Se te nota muchísimo cuando estás relajada.
Me han gustado los dos últimos artículos. Son como esa misa que has presenciado, intimistas. Como si lo contaras de confidencia delante de un té.
Y además, veo que te sales como disc-jockey.
Me alegro.
Un abrazo