domingo, 19 de julio de 2009

Una visita para combatir el aburrimiento

Afuera arreciaba la tormenta. Las gotas de lluvia repiqueteaban enfurecidas contra los cristales. Las ramas de los árboles cercanos, agitadas por el viento, chocaban unas contra otras y contra las paredes de la casa, como si fueran fuerzas de asalto. No supo muy bien porqué pero recordó el cuento de “Los tres cerditos” que tanto le gustaba cuando era niño.

Si no hubiera sido porque contaba con un generador independiente, llevaría tiempo sin luz eléctrica. Tampoco es que importara demasiado porque para lo que había que ver, el fuego de la chimenea era más que suficiente.

Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y se levantó pesadamente del sofá para echar un tronco a la chimenea. Se quedó de pie, frente al fuego, frotándose las manos para entrar en calor. Las llamas eran bellas, pero todas tan iguales...

Hastíado, apartó la vista y regresó a tumbarse al sofá. Durante un rato, intentó entretenerse mirando las sombras caprichosas que dibujaba el reflejo del fuego en el techo, pero pronto se cansó. Probó a leer un rato el libro que estaba tirado en el suelo. Nada. Distinta historia, distintos personajes pero lo mismo de siempre, como los miles de libros que había leído antes. Tedio. Podría probar a ver algo en el portátil o escuchar algo de música, que siempre le entretuvo, pero ¿para qué? Antes de ir a la casa, se había planteado llamar a alguna de sus amantes para que le hiciera compañía, pero ¿merecía la pena? Distintos rostros, pero las mismas conversaciones y rituales. Hasta echar un polvo le parecía aburrido, porque ¿y después? Lo mismo de siempre. Hasta había probado también con otros hombres, pero pasada la novedad inicial, el aburrimiento lo volvía a atrapar.

No es que no los quisiera ni que no fuera capaz de sentir. No. Simplemente que le aburría todo.
Así que había decidido acabar de una vez por todas y como era un hombre considerado, ahí estaba. En medio de la nada. Solo, como había decidido.
No estaba ni triste ni desesperado ni abatido. No sentía todos esos sentimientos que comúnmente se asocian a los suicidas. Más bien lo contrario. Tenía lo que otros envidiarían como una buena vida, había logrado sus metas, era querido y respetado, había amado y era buena persona. El perfil de hombre feliz. Pero terriblemente aburrido.

Siempre había sido un hombre organizado y no iba a dejarse morir así como así, al buen tun-tún.
Pensó en algo muy clásico como una sobredosis de barbitúricos, un tiro en la sien o cortarse las venas en su baño, pero menuda papeleta para quien lo encontrara. No, no. Sería muy desconsiderado por su parte. Descartó, por el mismo motivo, tirarse a las vías del tren. ¿Por qué iba a traumatizar al pobre conductor de la locomotora?.
Lo meditó y decidió que tendría que ser un suicidio que pareciera algo natural o un accidente. Porque si debaja una nota de suicidio, los que le rodeaban se sentirían culpables de su muerte y de no haberla podido evitar. Y tampoco era plan de convertirlos en carne de psiquiatra para los restos. Así que mejor que le achacaran a las circunstancias o a la Divina Providencia y siguieran con sus vidas.

Descartó la idea de hundir su velero en medio del mar. Porque uno era suicida, pero respetuoso. Y bastante mierda tenía ya el mar para que él añadiera un poco más. Podía ir a hacer senderismo a la montaña, despeñarse por un barranco y ser pasto de los lobos. Pero ¿no sería egoísta por su parte el tener a su familia en vilo, abrigando falsas esperanzas, hasta que encontraran su cadáver? Por no hablar de los domingueros que asaltaban el campo a la mínima de cambio y que seguro que le frustraban los planes. No, no.
Así que pensó en una casa, en mitad del monte. Una noche de tormenta como aquella.
Una ventana entreabierta que hace que se apague el calentador del gas, la chimenea y ¡pum! angelitos al cielo. Si es que los suicidas tenían permiso para entrar.

Decidida la manera, había que elegir el sitio. Su primera elección había sido Groenlandia, pero entre que no hablaba ni una palabra de danés y que habría supuesto un gasto excesivo para aquellos que le querían... Así que acabó decantándose por una casa perdida en la sierra madrileña, alejado varios kilómetros del pueblo más cercano y sin cobertura para el móvil.
Con el lugar ya alquilado, encontró la excusa: se retiraba a escribir su nuevo libro, en paz y sosiego.

Así que después de tanta planificación, ahí estaba. Esperando a que llegara su hora. Que llegaría cuando decidiera levantarse, acercarse a la cocina y apagar el calentador de un soplido.

Un trueno hizo que retumbaran los cristales del salón. Desde niño, le habían aterrorizado las tormentas. Y ahora, lo único que sentía era aburrimiento ante ese espectáculo sobrecogedor de luz, sonido y agua. Quizás el Supremo Hacedor tendría que plantearse remodelar sus efectos especiales. Aunque ya casi todo los habían inventado en Hollywood pensó.

Toc, toc. Se incorporó sorprendido. ¿Eso que había escuchado eran golpes en la puerta o habrían sido las ramas? Esperó un par de segundos, antes de volver a la misma postura, convencido de que habían sido las ramas.
Toc, toc
. Alguien estaba llamando a su puerta. Consultó el reloj de pulsera. Las dos de la madrugada. ¿Quién sería a esas horas y con esa tormenta?
Toc, toc. Fuera quien fuera era insistente. Aunque claro, con la que estaba cayendo, era normal.

Se acercó a la puerta y la abrió sin mucha emoción. Sospechaba que podía ser alguna de sus amantes que había ido a pasar la noche con él, para que no se sintiera solo. Así que cuando vió a un completo desconocido que le sonreía, enarcó una ceja en gesto de sorpresa. ¿Quién era ese extraño hombrecillo, empapado de la cabeza a los pies? ¿Qué hacía a esas horas de la noche en un lugar dejado de la mano de Dios?
Esperó unos segundos a que el hombre hablara, mientras las ráfagas de viento cargadas de lluvia empapaban su rostro y su camisa. Pero el hombre permanecía mudo, sonriente. Aunque con el estruendo de la tormenta, apenas lo habría escuchado.

- Pase usted, hombre, que nos vamos a coger un resfriado - dijo pasados unos segundos. Como no parecía que el hombre le hubiera escuchado, apoyó su mano en el brazo y lo atrajo hacia sí. El hombre se dejó hacer sin dejar de sonreír. Antes de cerrar la puerta, miró a ver si había alguien más en el exterior. Nadie. Todo era muy extraño.

Observó a su raro invitado. No era ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni demasiado grueso ni demasiado delgado. Tenía un rostro anodino, fácilmente olvidable entre la multitud. Nada destacaba en él salvo su extraño atuendo, totalmente inadecuado para dar un paseo por medio del monte en una noche de tormenta. Vestía un traje blanco de lino, que a pesar de la lluvia y del barro, estaba inmaculado. Sacudía con cuidado un sombrero panamá, que estaba empapado por la lluvia.

- Está usted empapado. Déjeme que le traiga una toalla

- No, gracias, no se moleste
- el extraño había hablado por primera vez. Su voz, como el resto de su persona, era anodina - ¿Le importa que me acerque al fuego para secarme un poco? Ha habido un error en la planificación y mi vestuario no es el más adecuado - el hombre hizo un gesto invitador y el hombrecillo se acercó a la chimenea.

- Me imagino que estará sorprendido por mi súbita aparición - continuó el hombrecillo mientras se acercaba al fuego - No le robaré mucho tiempo señor García. ¿Me permite llamarle Jorge?.

Jorge dió un respingo al oír su nombre en boca del extraño. Le miró con recelo unos instantes. Cálmate, Jorge, que seguramente haya leído alguno de tus libros pensó.

- Sí, claro. Puede llamarme Jorge, señor... - dejó la frase a medio terminar esperando que la completara el hombrecillo.

- Muchas gracias, Jorge - el hombrecillo ignoró la invitación de Jorge de dar su nombre y le miró sonriente - Me gusta el lugar que ha escogido para morir. Es acogedor.

Jorge sintió sus manos temblar al oír hablar a ese hombre acerca de sus planes suicidas. ¿Pero qué demonios estaba pasando? ¿Quién era ese desconocido que sabía de sus planes?

- ¿Cómo sabe usted...?

- Ah, tranquilo, estoy aquí por eso. Forma parte de mi trabajo saber esas cosas.

- ¿Su trabajo? ¿No será usted mi ángel de la guarda?
- Jorge se sintió ridículo según terminó de pronunciar la frase. Vió que el hombre sonreía beatificamente.

- ¿Su ángel de la guarda? Creo que alguien ha visto muchas películas de Capra... No, no soy su ángel de la guarda. Y como sé que se lo pregunta, tampoco soy un diablo que viene a ofrecerle un trato por su alma. La verdad es que el negocio de las almas está algo devaluado. Demasiada oferta en el mercado. Y con tan poca calidad... - El hombre suspiró.

Los ojos de Jorge estaban a punto de salírsele de las órbitas. ¿Pero de qué hablaba ese hombre? ¿Se habría escapado de algún psiquiátrico? O podía tratarse de alucinaciones pre-mortem provocadas por el escape de gas. Pero aún no lo había apagado. O quizás sí y no lo recordaba.

- ¿Le importa que me sirva un poco de cola cao? Estoy helado. Se supone que yo hoy tenía que estar tranquilamente dando un paseo por la Habana, pero ya sabe como son estas cosas de la burocracia. ¡Y la maldita informática!. Antes era todo mucho más sencillo. Pluma, pergamino y todo solucionado. Pero claro, con las explosiones demográficas nos habríamos visto obligados a desplumar a todos los ánades del planeta para llevar a cabo nuestro trabajo.

Jorge se reconocía a si mismo que estaba viviendo, gracias al extraño hombrecillo, el momento más interesante de su vida en los últimos tiempos. Era irónico que se produjera gracias al gas que lo iba a matar para acabar con su aburrimiento.

- Perdone, aún no tengo muy claro quién es usted. Y a qué ha venido.

- Oh, claro, claro. Perdone mi descortesía
- el hombre dió un trago al cola cao - ¡Qué bien sienta! Ah, sí, ¿por dónde íbamos? Quería saber quien soy yo. Yo soy una Muerte.

- ¡¡¿La Muerte?!!


- No, no, no. La Muerte no. Una Muerte - el hombrecillo sonrió con ternura al ver la cara de desconcierto de Jorge - Ya se lo expliqué antes. El crecimiento demográfico... La pobre Muerte original no daba abasto de un lado a otro, así que sacaron unas cuántas plazas para ayudarla y aquí me tiene.

- ¿Y dónde ha dejado la guadaña y el manto oscuro? ¿Y el tablero de ajedrez? - Jorge sonreía socarronamente, mientras pensaba que tenía que haber mirado los efectos secundarios de la intoxicación por gas antes de decidirse por esa forma de morir.

- Verá, yo soy más de parchís y cinquillo, aunque sé que hay algunas compañeras que son más intelectuales. Confieso que el ajedrez me resulta tremendamente aburrido, porque todos se creen que ganando una partida prolongarán su existencia. Pero por lo que tengo entendido, ni siquiera Bobby Fischer lo logró. Es que no fui yo quien le asistió - el hombrecillo dió un sorbo al cola cao y continuó hablando, con un brillo de emoción en los ojos - Pero en el parchís.. El azar al lanzar el dado lo dota de más emoción y es mucho más divertido. Y más apropiado para despedidas grupales...
- Y la guadaña... Ya le dije que fue un error. Yo tenía que estar en La Habana, asistiendo a un hombre importante. Allí no se estila mucho eso de las iconografías tan clásicas... Pero por un malentendido, tengo que asistirle a usted primero. Siento que no sea como había esperado...

Jorge se dejó caer en el sofá, boquiabierto. Se había de reconocer a sí mismo que al menos su imaginación y su subconscientes eran entretenidos. ¿Por qué no habrían salido a relucir antes de apagar el calentador? Lanzó una mirada a la cocina. Quizás aún estuviera a tiempo de ventilar todo y dar marcha atrás a su plan... El hombrecillo se dió cuenta de la mirada de Jorge y le sonrió.

- ¿Está ya preparado? Da gusto tratar con personas como usted, que le facilitan tanto el trabajo. No se levante, ya me encargo yo del gas...

- ¡¡NO!! ¡¡ESPERE!! - Jorge se incorporó rápidamente, interponiéndose entre el hombre y el camino a la cocina - Yo, yo...no quiero morir. Ha sido todo una estupidez por mi parte

La Muerte frunció ligeramente el ceño, antes de sonreírle.

- Mi querido amigo, son normales estos temores. Todos los sienten. Pero sólo será un momento y se olvidará de todo. Además, no es que quiera meterle prisa, pero tengo que ir a la Habana. Ya verá que sorpresá se llevan al verme...

- No, no, por favor
- la voz de Jorge era débil - Yo no quiero morir. Fue una tontería. Tenía todo y pensé que no podría lograr nada más, que ya no merecía la pena disfrutar de la existencia. Pero me equivoqué. ¡¡Tiene que entenderme!! - el hombrecillo miraba apenado a Jorge. Había presenciado ese lamentable espectáculo demasiadas veces - ¡¡Por favor, ayúdeme!!.

El hombrecillo le cogió el brazo firmemente y le sonrió con afecto.

- No puedo, Jorge. Fue su elección. Usted al menos la tuvo y tiene que ser consecuente con ella.

Jorge le contempló incrédulo, con los ojos al borde del llanto. Quería resisitirse, pero sentía que una rara lasitud se apoderaba de sus músculos. Se dejó caer contra el respaldo del sofá, llorando como un niño.
Él no quería. Se habia confundido en su decisión. ¡¡¡Alguien tenía que entenderlo!! Quería continuar y apagar el gas. Pero estaba tan cansado...

El hombrecillo, se acercó a él y le cogió del brazo con gesto paternal.

- Ande, ande. Cálmense. Sé que tiene miedo. Todos lo tienen. Venga al sofá conmigo - Jorge se dejó llevar por el hombrecillo, que lo sentó en el sofá - Confíe en mí. Durará poco y no sentirá nada.

Permanecieron en el sofá unos minutos. Jorge sollozando con la cabeza entre las manos y el hombrecillo tomando cola cao con una expresión de placer dibujada en el rostro. Poco a poco, los sollozos de Jorge se fueron amortiguando, mientras se acurrucaba en el sofá.

- ¿Y ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿¿Adónde iré? - la voz de Jorge apenas era un hilillo. Intentaba mirar a la Muerte, pero sentía como le pesaban los párpados.

- No sea impaciente. Lo descubrirá enseguida. Es sólo cuestión de elección.

Jorge no pudo escuchar las últimas palabras. Su corazón había dejado de latir. El hombrecillo le miró sonriente, murmuró un Buen viaje y se levantó. Antes de salir por la puerta, se acercó a la cocina y apagó el calentador de un soplido.

Apenas se había alejado unos cientos de metros de la casa, cuando escuchó la explosión. Se sacudió algunas agujas de pino que le habían caído sobre el traje por culpa de la onda expansiva. El viento traía hasta su nariz llegó el olor a madera quemada.

Para ser tan considerado, no tuvo en cuenta el incendio que iba a causar con su suicidio
pensó mientras apresuraba el paso. Quizás podría llegar a visitar al hombre importante de la Habana, antes de acabar su jornada.

Beep, beep.
Tenía un mensaje. Un nuevo encargo que cumplir en Oslo antes de irse a la Habana. ¡Cachis la mar! Era la tercera vez que le suspendían el encargo de la Habana. Seguro que ese hombre tenía algún contacto dentro de la organización porque si no, no se explicaba tanto fallo. Pero bueno, él solo era un empleado. Un empleado que pronto estaría de baja por un resfriado. Y es que tanta descordinación...

Suspirando, se levantó las solapas del traje, para protegerse del frío y es desvaneció en la noche.

5 comentarios:

Fran dijo...

Cuando he visto el título, pensé que ibas a contar otro secuestro, cosa que me parecería estupenda.
Empiezo a leer y el protagonista me cae un poco gordo. Porque más que considerado es egoísta en grado sumo.
Aparece el hombrecillo y digo "ya está, Pepito Grillo que le va a hacer recapacitar". Así que me he quedado a cuadros con el desenlace.
Lo del hombre importante de la Habana, ¿es quién creo que es? ¿El descendiente de gallegos ese que es amigo del venezolano?
Es raro, pero me ha gustado.

Fran dijo...

Añado algo. Tiene bastante de tu humor, que a veces es algo díficil de coger para quien no te conoce.

Turulato dijo...

Pues yo me he dejado llevar..; claro que he hecho alguna suposición, durante un instante, pero nuestra autora ha estado atenta y la ha destruido enseguida.
Me ha gustado mucho. Cada vez me gustan más. Aunque mi mente policial ..., un detalle...

Blas de Lezo dijo...

Creo que me ha llegado al final, me ha tocado la fibra escondida a esta hora de la mañana apunto de iniciar esta anodina jornada de trabajo.

Gracias por estos despertares. Blas

Oshidori dijo...

Me gusta. Cada día escribes mejor y ya sabes lo que pienso.