martes, 13 de enero de 2009

Dulces sueños, mi pequeña


El día que nos dijeron que estábamos embarazados lo recordaré como uno de los más felices de mi existencia. Miraba a mi mujer, con una sonrisa perenne en los labios, enamorado hasta las cachas y la veía más guapa que nunca. Acariciaba, embobado, su vientre con mimo y algo de miedo, por si dañaba a esa vida que crecía en su interior. Nuestro bebé. El fruto de nuestro amor. Suena un poco cursi, ¿no?. Pero en ese momento me sentía como esos héroes románticos que serían capaces de arriesgar todo por aquello que aman, desafiando a los elementos si fuera preciso y dándome de sopapos con Satanás si hubiera sido necesario. Aunque también me sentía acojonado ante todo lo que se nos avecinaba. No por las comodidades materiales, que no son más que cosas, sino por todos los temores que conlleva la responsabilidad.

Los días fueron pasando y Coquito, que así decidimos llamar al bebé hasta saber su sexo, iba creciendo en el interior de mi mujer. Ilusionados, ansiábamos y preparábamos su llegada. Hasta algo tan tonto como una lámpara era motivo de regocijo. Dicen que los hombres somos más insensibles para estas cosas. Pues será que yo estaba muy conectado con mi lado femenino, pero como mis amigos me hacían notar entre risas, se te cae la baba con cualquier cosa para tu vástago.
Pero había algo especial. Una nimiedad a ojos de cualquiera. Llegaba de trabajar. Aburrido, cabreado o cansado, dependiendo del día. Me tumbaba junto a mi mujer en el sofá o en la cama. Apoyaba mi cabeza sobre la tripa y esperaba a ver si oía el latido de mi bebé. Y poco a poco, como si de una nana se tratase iba calmándome e incluso, me quedaba adormecido escuchándolo. Todos los días la misma rutina y cuando, por estar de viaje, no la tenía, echaba en falta mi pequeña nana cuasi silenciosa.



Como un flan.
Así estaba el día en que nació Irene. Desde que supimos el sexo, habíamos barajado muchos nombres y nos habíamos decantado finalmente por Lucía. Pero fue ver su carita y saber ambos que estábamos ante Irene. No sé explicarlo, pero era así.

Ahí estaba a quien llevábamos tantos meses esperando. Tan pequeñita y frágil, con esa mata de pelo castaño que no había visto nunca antes en un bebé, buscando el calor del pecho de su madre. Cuando me la tendió para que la cogiera, me temblaban las manos y tenía miedo de dejarla caer. Pero cuando la sentí...
La suavidad y el calor de su piel; cómo se encogió un poquito, no queriendo abandonar aquello que tan bien conocía. La acerqué a mi pecho, con todo el cuidado y ternura del que fui capaz. Me sentía torpón y sólo pensaba en protegerla, hasta de mi propia impericia. Mis manos y brazos, protegían su cabeza y cuerpo, intentando abrigarla. Sentía el latido emocionado de mi corazón, mientras con uno de mis dedos acariciaba sus piernecitas. Irene se acomodó, relajándose poco a poco hasta dormirse. Cogí una de sus manitas entre mis dedos y así, con ella descansando sobre mi pecho, me senté junto a mi mujer.

Con ese primer contacto, se afianzó ese vínculo tan especial con la niña de mis ojos. Con su cabeza sobre mi pecho y mis brazos resguardándola, le canturreaba en voz baja una nana o le contaba un cuento. Sentía su cuerpo estremecerse y como iba creciendo poco a poco. Como casi a cualquier padre primerizo, todo me emocionaba. Había leído uno de los libros que le habían regalado a mi mujer y que hablaban del avance de los niños. Su primera mirada, esa sonrisa con la que respondió a una de las mías, la fuerza que tenía su manita al coger mis dedos, como buscaba curiosa nuestra voz moviendo su cabecita...como cualquier niña inquieta y despierta.
Iba documentado cada avance con mi cámara y tenía un completo álbum de fotos en el ordenador. Irene sonriendo, en la bañera, dormida, adormilada, jugando. Su mano, su pie, el color de su pelo, manchada de papilla, cubierta de colonia...


No sé muy bien como me dí cuenta. O como no lo hice antes, tan atento a ella como estaba.
Un día, parecía dormida mientras le contaba uno de los cuentos, pero tenía los ojos abiertos. Otro, no parecía distinguir bien nuestras voces o los sonidos de los peluches que le habían regalado. Primero, pensamos en una otitis, pero el pediatra no detectó nada y ella seguía así. Otro médico y los días pasaban entre pruebas...
Hasta que le detectaron una sordera. Bueno, no era nada serio y mi niña seguiría siendo perfecta.
Pero se iban sucediendo cosas que nos hacían ver que algo no iba bien con nuestra niña.
Un coscorrón que se dio con el cabecero de la cuna, como si no lo hubiera visto: las crisis de llanto seguidas de apatía sin ningún motivo; la debilidad en sus manitas que a mí me parecían antes tan fuertes; la falta de sonrisas como si fuéramos unos extraños...
Y más visitas a un hospital. Y a otro.. hasta que alguien nos dijo la maldita palabra:
Tay-Sachs.
Aquel día, mi mujer y yo nos mirábamos, ignorantes ante lo que aquello significaba. Ahora lo sé demasiado bien. En aquel momento, sólo queríamos que alguien nos dijera que hacer para curar a Irene e irnos a casa. Pero esas palabras nunca llegaron.



Hace poco, una amiga me preguntó cómo no estaba cabreado, lleno de ira. Lo estoy. Contra Dios, contra mí, contra el mundo entero. Llevo meses como si me arrancaran las entrañas, lentamente. Unas veces siento todos los dolores...otras me siento vacío. Pero sé que no puedo perder el tiempo ni en rabias ni en dolores. Quizás más adelante.
Ahora necesito cada instante, cada bocado que le podamos quitar al destino para disfrutar de la compañía de nuestro pequeño ángel.
Irene nos ha enseñado a valorar más lo que realmente importa, volviéndonos un poco menos egoístas. Sí, sí, vale, que todos sabemos eso, pero somos tan débiles y tan olvidadizos...

Voy a parar de escribir. Estoy cansado y el desahogo que me dan las palabras, cada vez sirve de menos. Además, Irene duerme y no quiero perturbar su sueño. El sonido de las teclas no le molesta, pues ya no puede oírlas, pero sigue siendo un bebé y tengo la tonta esperanza de que pueda notarlo.
La acunaré un rato sobre mi pecho, notando el latido de su corazón, como aquella primera vez. Y rezando, porque en su mundo cada vez más aislado, haya un hueco para su madre y para mí. ¿Soñará con nosotros? ¿Nos recordará?

2 comentarios:

Fran dijo...

Sorprendido me hallo.
Y es que cuando leí el primer párrafo del borrador, no me esperaba que los derroteros fueran a ir por dónde han ido.
No tengo muy claro como me siento ante el relato.

Anónimo dijo...

Pues fítate que me has hecho llorar...